martes, 2 de noviembre de 2010

No es Dios de muertos, sino de vivos

SANTO EVANGELIO Lc 20, 27-38
En aquel tiempo, se acercaron a Jesús unos saduceos, que niegan la resurrección, y le preguntaron: "Maestro, Moisés nos dejó escrito: Si a uno se le muere su hermano, dejando mujer, pero sin hijos, cásese con la viuda y dé descendencia a su hermano. Pues bien, había siete hermanos: el primero se casó y murió sin hijos. Y el segundo y el tercero se casaron con ella, y así los siete murieron sin dejar hijos. Por último murió la mujer. Cuando llegue la resurrección, ¿de cuál de ellos será la mujer? Porque los siete han estado casados con ella." Jesús les contestó: "En esta vida, hombres y mujeres se casan; pero los que sean juzgados dignos de la vida futura y de la resurrección de entre los muertos no se casarán. Pues ya no pueden morir, son como ángeles; son hijos de Dios, porque participan en la resurrección. Y que resucitan los muertos, el mismo Moisés lo indica en el episodio de la zarza, cuando llama al Señor "Dios de Abrahán, Dios de Isaac, Dios de Jacob". No es Dios de muertos, sino de vivos; porque para él todos están vivos." Palabra del Señor.


Comentario del Santo Evangelio
Muy difundida está la opinión de que la vida en este mundo, donde hemos nacido y moriremos, donde comemos y bebemos, donde nos casamos, trabajamos y acumulamos (cf. 17,27-28), es nuestra única vida. Con una cierta duración —más o menos breve—, esta vida acaba con la muerte. Más allá de la muerte no hay otra vida para nadie, ni en este mundo ni en ningún otro.

En tiempos de Jesús, eran los saduceos quienes mantenían esta opinión. Creían que Dios había creado el mundo y a los hombres. Creían también que, por mediación de Moisés, Dios había dado la Ley al pueblo de Israel, para que pudiera llevar en este mundo una vida ordenada, en conformidad con la voluntad divina. Pero, según ellos, por encima del mundo actual y de la vida en este mundo, Dios no puede ni quiere hacer nada. El israelita vive su vida, recibida de Dios, bajo la ley y, de este modo, en relación con Dios. Cuando muere, termina su vida y termina también su relación con Dios. La historia que los saduceos cuentan a Jesús (20,29-33) pretende justificar su manera de pensar. Los siete hermanos actúan precisamente como prescribe Dios, a través de Moisés, en la ley del levirato (Dt 25,5-6). Suponiendo que los muertos resuciten y que sigan vigentes las condiciones del mundo actual, la mujer tendría siete maridos. Es una situación absurda, no prevista ni regulada por ninguna ley de Moisés. De esta situación deducen los saduceos que Dios no ha previsto la resurrección y que esta no se da.

La resurrección sigue siendo negada por muchos en nuestros días. Cuando se ofrecen las razones de esta negación, difícilmente se recurre al argumento de los saduceos, pero por lo general la argumentación descansa sobre el mismo presupuesto. Se parte de que continúan nuestras relaciones tal como las conocemos en nuestro mundo actual. Resulta inimaginable entonces que esto pueda ser así para siempre: ¿dónde puede asentarse este innumerable batallón de seres humanos?, ¿cómo pueden organizarse?, ¿qué pueden hacer en esa vida sin fin?

Jesús defiende, como los escribas (cf. 20,39), la resurrección de los muertos. No se ocupa directamente de la pregunta de los saduceos, sino que se centra en refutar sus presupuestos (20,34). Señala después algunas características de la vida en el mundo futuro (20,35-36) y remite a Moisés, aduciéndolo a su favor (20,37-38). Contesta la idea de que Dios no haya previsto otras condiciones que las que rigen la vida de los hombres en el mundo presente. En el mundo actual, los hombres se casan. Pero Dios, que ha creado este mundo, quiere y da una vida que se realiza bajo otras condiciones, una vida caracterizada entre otras cosas por el hecho de no tener ya necesidad del matrimonio. Con este presupuesto, la argumentación de los saduceos pierde todo su valor.

Tras repetir que los hombres ya no se casarán, Jesús recuerda algunas características de este mundo nuevo: los hombres tampoco morirán, serán como ángeles, serán hijos de Dios. Jesús habla de «los que sean juzgados dignos de la vida futura y de la resurrección de entre los muertos» (20,35). El puede hablar del mundo futuro, porque conoce a Dios y conoce las intenciones de Dios. Lo que Jesús dice sobre el mundo nuevo es ante todo revelación sobre Dios. Como el mundo actual y todos los que viven en él dependen de Dios, así también la participación en el mundo futuro es un don de Dios. Su poder no ha quedado agotado con la creación del mundo actual. El conduce más allá de este mundo y da la resurrección y la vida nueva a quienes considera dignos de estos dones. Jesús no habla aquí de una genérica supervivencia después de la muerte. Limita su revelación a los que son aprobados en el juicio de Dios, a los que él considera dignos de participar en la vida nueva.

Los saduceos eran los más conservadores en el judaísmo de la época de Jesús. Pero sólo en sus ideas, no en su conducta. Tenían como revelados por Dios sólo los primeros cinco libros de la Biblia, los que ellos atribuían a Moisés. Los profetas, los escritos apocalípticos, todo lo referente por tanto al Reino de Dios, a las exigencias de cambio en la historia, a la otra vida, lo consideraban ideas “liberacionistas” de resentidos sociales. Para ellos no existía otra vida, la única vida que existía era la presente, y en ella eran los privilegiados; por eso, no había que esperar otra.

A esa manera de pensar pertenecían las familias sacerdotales principales, los ancianos, o sea, los jefes de las familias aristocráticas y tenían sus propios escribas que, aunque no eran los más prestigiados, les ayudaban a fundamentar teológicamente sus aspiraciones a una buena vida. Las riquezas y el poder que tenían eran muestra de que eran los preferidos de Dios. No necesitaban esperar otra vida. Gracias a eso mantenían una posición cómoda: por un lado, la apariencia de piedad; por otro, un estilo de vida de acuerdo a las costumbres paganas de los romanos, sus amigos, de quienes recibían privilegios y concesiones que agrandaban sus fortunas.

Los fariseos eran lo opuesto a ellos, tanto en sus esperanzas como en su estilo de vida austero y apegado a la ley de la pureza. Una de las convicciones que tenían más firmemente arraigada era la fe en la resurrección, que los saduceos rechazaban abiertamente por las razones expuestas anteriormente. Pero muchos concebían la resurrección como la mera continuación de la vida terrena, sólo que para siempre.

Jesús estaba ya en la recta final de su vida pública. El último servicio que estaba haciendo a la Causa del Reino -en lo que se jugaba la vida-, era desenmascarar las intenciones torcidas de los grupos religiosos de su tiempo. Había declarado a los del Sanedrín incompetentes para decidir si tenían o no autoridad para hacer lo que hacían; a los fariseos y a los herodianos los había tachado de hipócritas, al mismo tiempo que declaraba que el imperio romano debía dejar a Dios el lugar de rey; ahora se enfrentó con los saduceos y dejó en claro ante todos la incompetencia que tenían incluso en aquello que consideraban su especialidad: la ley de Moisés.

La posición de Jesús en este debate con los saduceos puede sernos iluminadora para los tiempos actuales. También nosotros, como sociedad culta que actualmente somos, podemos reaccionar con frecuencia contra una imagen demasiado fácil de la resurrección. Cualquiera de nosotros puede recordar las enseñanzas que respecto a este tema recibió en su formación cristiana de catequesis infantil, la fácil descripción que hasta hace 50 años se hacía de lo que es la muerte (separación del alma respecto al cuerpo), lo que sería el juicio particular, el juicio universal, el purgatorio (si no el limbo), el cielo y el infierno... La teología (o simplemente la imaginería) cristiana, tenía respuestas detalladas y exhaustivas para todos estos temas. Creía saber casi todo respecto al más allá y no hacía gala precisamente de sobriedad ni de medida. Muchas personas «de hoy», con cultura filosófica y antropológica (o simplemente con «sentido común actual») se ruborizan de haber creído semejantes cosas, y se rebelan, como aquellos saduceos coetáneos de Jesús, contra una imagen tan plástica, tan incontinente, tan maximalista, tan segura de sí misma. De hecho, en el ambiente general del cristianismo, se puede observar un prudente silencio sobre estos temas otrora tan vivos y hasta discutidos. No hablamos ya de los difuntos -en el acompañamiento a las personas con expectativas próximas de muerte, o en las celebraciones en torno a la muerte- de la misma manera que hace unas décadas. Algo se está curvando epistemológicamente en la cultura moderna, que nos hace sentir la necesidad de no repetir sin más lo que nos fue dicho, sino de revisar y repensar lo que podemos decir/saber/esperar.

Como a aquellos saduceos, tal vez hoy Jesús nos dice también a nosotros: «no saben ustedes de qué están hablando...». Qué sea el contenido real de lo que hemos llamado tradicionalmente «resurrección» no es algo que se pueda describir, ni detallar, ni siquiera «imaginar».

Tal vez es un símbolo que expresa un misterio que apenas podemos intuir pero no concretar. Una resurrección entendida directa y llanamente como una «reviviscencia», aunque sea espiritual (que es como la imagen funciona de hecho en muchos cristianos formados hace tiempo), hoy no parece sostenible, críticamente hablando. Tal vez nos vendría bien a nosotros una sacudida como la que dio Jesús a los saduceos. Antes de que nuestros contemporáneos pierdan la fe en la resurrección y con ella, de un golpe, toda la fe, sería bueno que hagamos un serio esfuerzo por purificar nuestro lenguaje sobre la resurrección y por poner de relieve su carácter mistérico. Fe sí, pero no una fe perezosa y fundamentalista, sino seria, sobria, crítica, y bien formada.

(aporte de Lily, fuente: http://www.reflexionescatolicas.com/modules.php?name=Next2&anid=1418 )

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