lunes, 26 de julio de 2010

El final del Año Litúrgico

(Por Celia Escudero, aporte de Pablo al día siguiente de nuestro primer retiro, nov. 2009)

Sólo un par de domingos nos separan del final del Año Litúrgico. Los textos de la Palabra que la Iglesia nos propone para proclamar y reflexionar, se refieren al fin de la historia, a los últimos tiempos durante los cuales tendrá lugar la segunda venida del Señor. Sería más correcto decir su manifestación final como Resucitado Glorioso, ya que según sus propias palabras, sigue con nosotros, aunque no lo veamos.

Las lecturas de este final del Año Litúrgico en sus temas, se relacionan con las lecturas propias del Adviento en sus primeros domingos. Todas hablan de una u otra manera, de la venida del Señor. Se entretejen textos del Antiguo y del Nuevo Testamento, con voces de los profetas y de Juan el Bautista, que nos hablan de preparación, de espera, de esperanza.

Los hombres estamos sujetos al tiempo, que nos marca un comienzo y un fin, Dios no tiene tiempo, su plan de salvación, se sigue desarrollando, avanza siempre, aunque a veces nos resulte difícil visualizarlo y entenderlo, sobre todo en los tiempos de crisis, de cambio.
El que los textos nos presenten los tiempos finales de la historia, supone que desde la fe deberíamos verlos como la culminación de la gran Pascua de la humanidad hacia la vida para siempre, definitiva, que dejará atrás la historia. Nos verá a muchos hombres gozando de lo que hemos esperado expresamente, a otros, muchos también, alcanzando algo anhelado, intuido, sin saber muy bien que, ni por qué.

Para nosotros creyentes, esta preparación supone, compromiso, exigencia y algo difícil mucha esperanza. Esperamos la culminación del Reino, anunciado y comenzado por Jesús. Los cristianos esperamos esa manifestación definitiva de Cristo, pero debemos vivir tratando de hacer lo que él hizo, no permitir que la enfermedad, la pobreza, la marginación y cualquier situación que degrada al hombre, sean algo que admitido como inevitable. No olvidemos que el Resucitado es el previamente Crucificado y que sigue crucificado hoy en todo ser humano que sufre, (Mt 25,31-46).

La esperanza no es contentarnos con una falsa seguridad de ser buenos, porque hacemos determinadas cosas. Nosotros también debemos enfrentar en nuestra vida el dolor, nuestros errores y pecados, la muerte. No nos libramos de ser también crucificados, para poder algún día ser los resucitados.

La esperanza esta inseparablemente unida a la fe y al amor, dones de Dios. Lo que se nos dio gratuitamente no es para que lo escondamos con miedo a perderlo, debemos vivirlo para que crezca. El vivirlo es cada día, en lo cotidiano de la vida, la familia, la sociedad, el momento histórico, cosas que muchas veces nos disgustan, y no nos damos cuenta que nosotros también colaboramos para que sean como son. Pero sabemos que el Señor está con nosotros.

Es ésta, nuestra humana realidad a la que la Palabra de Dios invita a convertir, a corregir, a cambiar. El momento en que Daniel o Jeremías escribían, era para el antiguo pueblo de Dios, igualmente confuso y difícil como lo es el nuestro, pero ellos anunciaban al pueblo la seguridad de que el Señor vendría. Los evangelios nos advierten también de cuidarnos de los falsos Mesías y profetas, es decir de los que sólo anuncian calamidades y castigos, o proponen una falsa vida cristiana, supuestamente espiritual, que se automargina de la vida real y de la historia.

Ser cristianos es seguir al Crucificado-Resucitado, caminando con confianza y esforzándonos en que también sea con tranquila alegría, aunque cueste.

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