miércoles, 14 de julio de 2010

Sobre el Pecado y el Castigo

Uno de los temas más difíciles de comprender y que suele asustarnos, es cuando Dios interviene en la Biblia bajo la forma de amenazas, castigos y destrucción. Nos cuesta aceptarlos, por eso, aquí va una reflexión extraída del libro “El Camino de Dios con Israel y con nosotros” cuyo autor es Juan Manuel Martínez-Moreno. Quizá llegaremos a entender que esas amenazas y castigos, son un aspecto del plan salvador de Dios, y que no contradicen la revelación de un Dios bueno y lleno de amor.

Empezando por el relato del diluvio universal (Génesis 6,5-8.22), allí se describe la corrupción del mundo, el anuncio de la destrucción, la construcción del arca, la entrada y la promesa. Nadie podría asegurar que ese diluvio haya afectado a la tierra entera. Sólo entendiendo el género literario del relato, llegaríamos a la conclusión que se trataría de leyendas épicas en las que se han magnificado las inundaciones frecuentes en la zona de la Mesopotamia. Los autores sagrados inspirados por el Espíritu Santo, tomaron esas leyendas épicas para darnos una catequesis sobre la actuación de Dios contra el mal.
Así como el agua es fuente de bendición cuando riega la tierra, es fuente de destrucción cuando arrasa todo a su paso. La naturaleza a la vez que salva, destruye; y es precisamente destruyendo como puede salvar. Así como el agua destruye la tierra impía, eleva el arca de Noé, en la que se refugia. También en las aguas turbulentas del Nilo se salvó Moisés niño (Éxodo 2,3), y en la barca de Pedro se salvaron los discípulos de la tempestad (Mateo 8,25), el pequeño resto de Israel. Tres versiones bíblicas de la salvación de una barca que flota en aguas turbulentas.
Dios siempre interviene para que las aguas no destruyan a sus elegidos. Las aguas del mar Rojo dieron paso al pueblo de Israel, mientras que luego se precipitaron sobre el faraón y su ejército. Las posteriores invasiones asirias y babilónicas pueden compararse con los ríos desbordados que avanzan destruyendo a su paso los reinos corrompidos. Pero siempre dejaron un resto a salvo. De las nuevas Samaría y Jerusalén se salvó un pueblo humilde y pobre (Sofonías 3,12).

El bautizado era sepultado en el agua para destruir su cuerpo de pecado. Pero sobre las aguas del bautismo emerge el hombre nuevo que resucita con Jesús (Romanos 6,4.6). Las aguas que Dios destina para destruir al hombre pecador, destruyen el pecado, pero salvan al hombre y pasan a ser instrumentos de salvación.
Sin el diluvio, Noé y su familia habrían acabado sucumbiendo a la degeneración. Sin la destrucción del faraón y su ejército, Israel hubiese perecido. Sin la destrucción del mal de Sodoma, no se hubiese salvado Lot y su familia de la corrupción.

El verdadero castigo del pecado lo produce el mismo pecado. Quién peca contra sí mismo, se ocasiona un daño sin que tenga que venir Dios a castigarlo. El pecado activa los mecanismos de destrucción que acabarán recayendo sobre quién lo comete (Proverbios 11,17; 26,27).
Las amenazas son recursos del amor de Dios para atraer hacia Él a los que caminan hacia su perdición (Oseas 2,8-9; Jeremías 4,1). Dios sufre cuando estos últimos recursos de amor (una amarga medicina) no consiguen dar resultado (Amos 4,6-11).
Lejos de desconcertarnos por estas desgracias, pensemos que estos castigos no buscan la destrucción en sí, sino nuestra educación; y Dios nunca retira de nosotros su misericordia. Cuando corrige con la desgracia no nos está abandonando (2 Macabeos 6,12.16).

Cuando estamos lejos de Dios, es una señal de benevolencia inquietarnos y no dejarnos en paz. El hijo pródigo se acordó de volver a la casa del padre cuando se vio sin dinero, con hambre y solo. Si él hubiera conservado su fortuna, quizá, nunca habría vuelto a la casa del padre.
Viendolo desde esta perspectiva, ¡dichosos los fracasos, las enfermedades, las quiebras económicas y los desengaños que nos ayudaron a volver como el hijo pródigo! (Lucas 15,18; Oseas 2,9)

(aporte de Ronnie)

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